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La investidura como presidente de Donald Trump podía ser descrita, en un balance provisional, como el amargo desencanto de una parte del electorado estadounidense, decepción también, aunque más discreta, en todos los sectores políticos de la Unión Europea, excepción de la derecha más radical, como los seguidores de la francesa Le Pen, el holandés Winders o el húngaro Orban, partidarios de dividir la Unión Europea, división buscada también por el nuevo presidente estadounidense, su colega Putin de Rusia o los marxistas europeos.
¿Un presidente «antisistema»? La prensa más radicalizada recibió la victoria electoral de Trump con titulares grandilocuentes —«El líder de Occidente»—, describen al ganador como alejado de los medios político-económicos habituales e insisten en su tendencia opuesta a la globalización como una promesa de prosperidad económica. En fin, las manifestaciones de colectivos antipáticos y la hostilidad cuasi-universal del periodismo representan, paradójicamente, un éxito propagandístico de Trump como icono «antisistema». Sin embargo, no se debe conformar la opinión por la apariencia: los comienzos de su carrera política fueron meteóricos y todavía está por descubrir el don o la influencia que explica su ascensión al poder y sus verdaderas intenciones al inclinar a Estados Unidos hacia el proteccionismo.
La selección de candidatos. En 2015 Donald Trump, sin experiencia política, fue designado candidato republicano a la presidencia a pesar de la fuerte oposición de muchas facciones del Partido. En las elecciones presidenciales era seguro que Trump no sería elegido nunca, pero sus posibilidades ganaban numerosos puestos cuando la maquinaria del Partido Demócrata deshizo las posibilidades de Bernie Sanders y pasó a capitanear las filas demócratas Hillary Rodham Clinton, ya envuelta en los enredos del «caso Fundación Clinton» de corrupción y la amenaza pendiente de «revelación de secretos».
Campaña cómica. Así, en las elecciones de 2016 se presentaron abiertamente dos opciones, ambas con personajes impopulares: Hillary Clinton, que mantenía una esperanza de continuismo de la política presidencial, y su rival Trump, ampliamente abierto a la derecha y partidario de acabar con la política de Obama, sobre todo en los ámbitos social y económico. La campaña estuvo dominada por una agria polémica acerca de las evocaciones ultraderechistas del candidato republicano y la actuación de la candidata demócrata cuando fue secretaria de Estado con Obama. La evasión de impuestos públicamente reconocida por Trump no llegó a ser objeto de ninguna acusación formal, pero Hillary no pudo substraerse a los juicios críticos de corruptelas político-financieras y la presión del FBI, en dosificación proporcional a los sondeos de opinión que podían, en cada caso, perjudicar a Hillary o beneficiar a Trump, acabó con su clara ventaja en intención de voto cuando, una semana antes de los comicios, anunció que existían suficientes pruebas contra ella para ser sometida al procedimiento de la justicia.
Victoria electoral y derrota social. En las elecciones presidenciales, celebradas el 8 de noviembre de 2016, el candidato republicano Donald Trump se alzó con el triunfo al conseguir 304 votos electorales respaldados por 62’9 millones de votantes (46% de los sufragios) seguido por Hillary Rodham con 227 votos electorales y 65’8 millones de votos (48% de los sufragios), lo que permitió a Trump proclamarse cuadragésimoquinto presidente de Estados Unidos.
De acuerdo con el sistema electoral indirecto establecido por la Constitución, Trump se hizo con mayor número de «grandes electores» o compromisarios por estados a pesar de la victoria de Rodham en votos, alrededor de unos 2’8 millones más que Trump, la cifra más alta jamás alcanzada por un candidato presidencial estadounidense que pierde las elecciones.
Pese a que había ganado claramente en votos directos de los ciudadanos, la candidata demócrata nunca consideró necesaria la intervención de las instancias judiciales en el recuento de los votos, ni siquiera al ir apareciendo señales de una «injerencia rusa» a favor de Trump. Ante estos hechos concretos, la campaña electoral plantea preguntas sobre las intenciones de la maquinaria electoral demócrata (Sanders era un candidato más saludable que Clinton) y del FBI.
Las protestas. Desde el momento de la victoria electoral de Trump surgió la sospecha de que Estados Unidos se inclinaba muy claramente hacia las tendencias conservadoras tradicionales, en política nacional e internacional, para progresar en sus aspectos más negativos. Así, el 9 de noviembre de 2016, dio comienzo una semana de protestas contra la «ilegal victoria de Trump» con manifestaciones en Nueva York y Portland (unos 15 000), ciertamente exaltadas por los mismos colectivos (feministas, homosexuales, etc) y grupos mediáticos que intentaron deshacer las posibilidades de Trump durante la campaña electoral, pero que también reflejaban la división del país, donde los demócratas, no obstante perder las elecciones, habían ganado en votos directos —casi 3 millones de diferencia—.
La bolsa bendice a Trump. En Estados Unidos se abrió un periodo de confusión por el cambio radical de estilo en la dirección del país, sobre todo en las políticas social y económica, que dejan la sensación de inseguridad en la ciudadanía estadounidense, pero las bolsas de valores bendijeron la victoria de Trump. En la de Nueva York, la de más influencia, aumentó el precio de las acciones de fabricantes de armamentos de guerra y farmacéuticas que se cotizan en ella y el ciclo alcista, en el conjunto de valores, continúa hasta hoy, alcanzándose el índice de casi 20 000 puntos a fines de diciembre de 2016.
Una administración de elites. Si por un lado ataca las relaciones políticas, económicas y mediáticas que caracterizan los intercambios entre países desde la primera mitad del siglo XX, por el otro crea una administración de elites. En efecto, a lo largo de diciembre, Trump eligió secretario de Comercio a Wilbur Ross (relacionado con la familia hebrea de banqueros Rothschild), secretario de Estado a Rex Tillerson (presidente ejecutivo de la petrolera «Exxon Mobil»), director del Consejo Económico Nacional a Gary Cohn (presidente de «Goldman Sachs»), jefe de la Comisión de Nacional del Mercado de Valores al abogado Jay Clayton («Goldman Sachs»)… Como era de esperar, se dice que les nombró en premio de sus méritos y valía, pero estos —y otros que se irán conociendo— están vinculados, de alguna manera, a unas reducidas elites privilegiadas, lo que proporciona al observador la profunda impresión de encontrarse con favores ideales o materiales a esas elites, difíciles de explicar en un candidato del que se dice poco relacionado con los medios políticos y económicos habituales.
Prospectiva. Lo que respecto a la evolución política de Estados Unidos supongan los nuevos pasos dados por el gobierno de Trump es todavía imprevisible, pero en el orden económico interior quiere liberar al estado de sus obligaciones sociales hacia los estratos más débiles de la población, y en lo que se refiere a la política exterior, afirma enfáticamente «primero Estados Unidos» («America first»), el mismo principio de intransigencia que definió los mandatos anteriores, republicanos o demócratas, porque todos acaban asumiendo una misma opción: la hegemonía universal estadounidense, sostenida por un fuerte ejército que recibe cuanto armamento precisa, y la defensa de los especiales privilegios de oligarquías ya establecidas, que son las que gobiernan política y económicamente (véase «Trump y Hillary: ¿campaña electoral o comedia?»).