Renitor |
En la década de 1960, estudios muy serios
demostraron que bastan 2 acres (8 094 m²) de suelo por persona para
proporcionar el alimento indispensable de una dieta normal (3 000 a 2 700
calorías por individuo y día). Según estas estimaciones y con arreglo a la
población del mundo en esa misma década, eran necesarios 6 000 millones de
acres. Pues bien, se explotaban alrededor de 16 000 millones y los dos tercios
de la población mundial pasaban hambre.
Esos 16 000 millones de acres representan sólo la
décima parte del límite de las tierras cultivables (unos 1 500 millones de
hectáreas o el 15% de la superficie terrestre) y algunos países subalimentados
explotaban menos del 10% de su superficie cultivable, casos de Perú y Colombia
en los años 60, con el agravante de que en ciertos países el rendimiento de los cereales sólo alcanzaba los 1000 kg por hectárea frente a los 3 000 en Europa.
El
verdadero problema no es de
índice de natalidad, sino de la utilización irracional de los alimentos y,
sobre todo, del subdesarrollo férreamente mantenido por un neocolonialismo en
el que se hace sentir la necesidad de monocultivos, materias primas y mano de
obra baratas. «Como fruto de un feudalismo económico más lúcido y calculador
que cualquier otro conocido en la historia —escribe el periodista español Juan
P. Muntañola—, resulta que la fuente de prosperidad de los países llamados
desarrollados se basa precisamente en el subdesarrollo de la masa de naciones
que constituyen el llamado Tercer Mundo».
El
problema falseado. Pese a
estos datos, los expertos siguen insistiendo en la superpoblación como causa
directa del hambre colectiva, es decir, la idea del economista Thomas Malthus
(1789), que achaca el hambre al nacimiento de más individuos de los que se
pueden alimentar. En 1970 el premio Nobel de la Paz Norman Borlaug alertó
contra «el monstruo de una población mundial que crece sin cesar», en 1972 un
informe del «Club de Roma» siguió esta línea de pensamiento, en 1984 se proclamó
la necesidad de contener el incremento demográfico (Conferencia de Méjico) y en
1991 este planteamiento fue asumido por el Fondo de Naciones Unidas para
Actividades en Materia de Población (FNUAP). Contra esta teoría se han
pronunciado personajes tan poco sospechosos como Josué de Castro, expresidente
del Consejo de la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO): «Es
preciso desembarazarse de la idea maltusiana… Nada justifica científicamente
esta teoría».
Hambre y
movimientos materialistas. La teoría
maltusiana falsifica la realidad del problema, pero ha llegado hasta el momento
actual con las oportunas revisiones periódicas y un plan que resulta bastante
sombrío: el de la «estabilización» de la población mundial en torno a los 9 000
millones de habitantes en el año 2025. Esta «estabilización» sólo se consigue
en una población femenina de cada vez menos fecunda (feminismo, aborto,
homosexualidad) y la eutanasia estatalizada, de ahí, entre otros, la
prosperidad de estos movimientos materialistas.
El cuento
de nunca acabar. El hombre
necesitó solamente tres décadas para duplicarse (3 000 millones en 1970 y 6 000
en 2000) y algunos demógrafos calcularon que la población se doblaría en sólo
quince años, esto es, 12 000 millones para el año 2015. Pero en 2020, con unos 7
800 millones de habitantes, estamos muy lejos de estos estudios de crecimiento
demográfico, la producción mundial de productos agrícolas ha aumentado y, sin
embargo, la novena parte de la humanidad padece de hambre o de alimentación
insuficiente.
¿Un
planeta agotado? Con la
plena utilización de la superficie cultivable, la racionalización de la
agricultura y el total aprovechamiento de los recursos naturales, sólo podría
hablarse de una desproporción entre la producción de alimentos y el número de
habitantes cuando este sea de unos 20 000 millones. Según Herman Kahn, la
Tierra puede llegar a contener 15 000 millones de habitantes con una renta «per
cápita» superior a la de Europa occidental o Estados Unidos. Como ha escrito el
canciller alemán Willy Brandt: «Resulta escandaloso que un número tan elevado
de seres humanos estén condenados a perecer de inanición en un mundo que, a
todas luces, parece en condiciones de producir alimentos suficientes para
todos».
En
conclusión, la raíz verdadera del
problema no está ni en el exceso de población ni en un fenómeno natural, sino
en una sociedad egoísta, enferma, enredada en la insolidaridad de un
capitalismo salvaje y sus mecanismos mafiosos (mala distribución de la riqueza
e irracionalidad de la explotación de los recursos). Tampoco es posible negar
que el hambre y la miseria podrían combatirse con más eficacia en muchas partes
del mundo si tan solo una parte de los fondos gastados en exceso de armamento y
exploración espacial se dedicara a fines productivos y a actividades
humanitarias.