Morgana Wingard
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Parece ser que la primera «epidemia» de ébola de la que se tiene noticia ocurrió en Congo en el año 1976, identificada en el río Ébola, que le da nombre, y el mismo año ocasionó en Sudán 285 víctimas. Desde entonces existen siempre algunos casos de la misma y en octubre de 2014 no existe todavía adecuado tratamiento. Se trata de una enfermedad contagiosa originada por microorganismos que se transmiten de hombre a hombre por contacto y pueden vivir en los cuerpos de otros animales. El ébola, como virus, no es organismo vivo y sólo puede reproducirse en el interior de la célula, a la que daña. Su aptitud mortífera se beneficia de las enfermedades carenciales, los deficientes sistemas de saneamiento y las insalubres costumbres sociales que caracterizan los países africanos más subdesarrollados.
¿Alarmismo o realidad? El contagio en agosto de 2014 de dos estadounidenses y otros tantos españoles, todos ellos misioneros cristianos, ha imprimido un impulso extraordinario a la importancia mediática de la enfermedad, al punto de que se dice que el ébola puede diezmar a los pueblos africanos y extenderse por todo el mundo. Sin embargo, algunos científicos, como el francés Bruno Marchou, niegan la idea de una epidemia y otros señalan obscuros intereses políticos y económicos.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el brote de ébola de marzo de 2014 (Guinea-Conakry, Liberia Sierra Leona y Nigeria) ha matado por ahora a unas 4 000 personas, probadas o sospechosas, más del 60% de ellas en Liberia, frente a los 3 millones que supone la mortalidad media anual de la gripe. No obstante, la OMS decretó el día 8 de agosto «una emergencia de salud pública» y la prensa le secundó propagando rumores sobre peligros más imaginarios que reales, como asegurar que la enfermedad se caracteriza por su rápida difusión o que puede convertirse en la más terrible de las epidemias modernas (olvidan que la gripe de 1919, que brotó al mismo tiempo en España, Estados Unidos y Francia, se extendió por todo el mundo y causó 21 000 000 de muertes, casi el 80% de ellas en Asia, especialmente India).
Primeros casos fuera de África. Pese a las espectaculares medidas adoptadas en España para el traslado y hospitalización de dos misioneros españoles enfermos de ébola, el 7 de octubre se supo que una de las enfermeras destinada para la asistencia de ambos se contagió por transmisión directa, en el hospital madrileño Carlos III.
Cuatro días después se anunció en Estados Unidos el contagio de otra enfermera, también por transmisión directa y tras asistir a un enfermo de ébola, Thomas Duncan, ciudadano liberiano. Dícese que el 20 de septiembre Duncan voló de Monrovia a Dallas, el día 24 buscó atención médica en el hospital «Texas Health Presbyterian», donde se le despidió con tratamiento de antibióticos, el día 26 regresó gravemente enfermo y, tras unas pruebas que permitieron a los médicos diagnosticar la enfermedad del ébola, fue hospitalizado y falleció el 8 de octubre.
Ambos casos tienen en común negligencias difíciles de entender en dos países con unas de las mejores redes sanitarias (privada la estadounidense y pública la española). En Estados Unidos, las autoridades sanitarias se negaron a publicitar la identidad del enfermo y cuando lo hicieron los potenciales contagios se contaban por decenas. Tanto la enfermera española como la estadounidense hicieron vida social y ante los pronuncios de una aparente gripe no se dispuso su aislamiento, dícese que por desconocimiento de los antecedentes de las pacientes por parte de los médicos que las asistieron.
Los organismos sanitarios españoles y estadounidenses, tras reconocer irregularidades, aseguran que ejercen vigilancia sobre los potenciales contagiados y que su misión principal consiste en evitar la propagación de la enfermedad, pero la gente humilde recela, incapaz de conjugar medidas sanitarias tan espectaculares con negligencias propias de países tercermundistas.
Consecuencias económicas. El brote de ébola ha causado una serie de perturbaciones en el campo económico e industrial, pero, no obstante, hay algunos que logran beneficiarse de esa enfermedad que sigue cobrándose vidas en África y de manera casi testimonial en otros países. En octubre hubo un aumento de beneficios de hasta el 27% en el capital de las farmacéuticas (Tekmira, Byo Cryst, Newlink Genetics, Sarepta Therapeutics, Glaxo Smith Kline) y ante la supuesta emergencia sanitaria se acortaron plazos para ensayar sueros, como el Z de la Mapp Biopharmaceutical de San Diego, y vacunas experimentales (la vacuna y el suero se diferencian en que la primera estimula al organismo a producir sus propios medios de resistencia a la enfermedad, mientras que el segundo los aporta ya formados en otro organismo, humano o animal).
Tales hechos y la tendencia a exagerar los peligros reales del ébola trae a la memoria la gripe porcina o AH1N1 (2009) y las vacunas que supuestamente inmunizaban contra la misma («Tamiflu»). La OMS predijo que «una tercera parte de la población mundial podría verse afectada» y los laboratoios farmacéuticos, dotados con fuertes presupuestos, estatales o privados, trabajaron para crear y luego fabricar en gran escala la vacuna oportuna, algunas de las cuales sólo alivian los síntomas de la enfermedad sin ejercer acción directa sobre la causa. En España, por ejemplo, se adquirieron dosis por valor de unos 270 millones de euros, de las que se utilizaron sólo el 10% y el resto fue donado a países sudamericanos o destruido.
¿Maquinación perversa? Una idea sin fundamentar —y difícil de creer—, pero que aparece en los países más perjudicados, es que esta pandemia de ébola se transmitió al hombre por inoculación (vacunación sistemática) con el propósito de legitimar la entrada de tropas extranjeras en Nigeria, Liberia y Sierra Leona, el primero potencia a escala africana gracias al petróleo y los otros con economías que giran en torno al diamante. Es una acusación muy grave, sin fundamentar. Sin embargo, la cuarentena completa, con el aislamiento total de lugares o sitios afectados y desinfección, es por hoy el único conjunto de métodos y disposiciones para la preservación de la enfermedad y, so pretexto de ello, el 30 de septiembre el secretario de Defensa estadounidense, Chuck Hagel, autorizó para finales de octubre el despliegue en Liberia de 700 soldados (101ª División aerotransportada), a los que seguirán los cuerpos de ingenieros y otras unidades hasta un total de entre 3 000 o 4 000 individuos.