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¿Qué es el cáncer? Sucintamente, es la multiplicación anárquica de una célula del organismo, una proliferación sin restricciones, local en origen y que puede colonizar puntos distantes del organismo a través del sistema linfático y del aparato circulatorio. Es la tercera causa de muerte, sólo superada por las causas cardíacas y los accidentes traumáticos. Una de cada cinco personas muere de este mal y una de cada tres lo padece, temporal o de por vida. La medicina oficial reconoce más de un centenar de clases de cánceres, ordenados por sus peculiaridades (ritmo de crecimiento, edad media de aparición), hasta el punto de considerarlos enfermedades distintas (etiopatogenia, pronóstico, tratamiento).
Estadísticas sospechosas. Desde la década de 1940 las autoridades sanitarias vienen registrando la incidencia de este mal y las respuestas a los diferentes tratamientos para la búsqueda de un tratamiento eficaz, idea hoy bajo sospecha por parte de algunos sectores de opinión. La causa de este recelo hay que buscarla, entre otros, en que estas campañas sanitarias (medidas de prevención y de diagnóstico precoz) son promovidas por las farmacéuticas, para quienes la vida humana es sólo una estadística para un balance económico altamente beneficioso.
Se han publicado estadísticas que nos informan de los esperanzadores índices de supervivencia de enfermos cancerosos, pero poco o nada se dice de una minoría que recae y muere durante el tratamiento quimioterápico o al poco tiempo de acabarlo. También se duda de un recuento que sirve para justificar la financiación de las grandes farmacéuticas.
Sin avances sustanciales. Los progresos conseguidos de la terapéutica del cáncer en las décadas de 1960 a 1980 son todavía muy superiores a los de décadas posteriores, como prueba que las bases del tratamiento actual del cáncer descansan sobre la quimioterapia, irradiación, cirugía y hormonoterapia. En los años 60 se probó que los derivados del sulfato de protamina impide, cuando menos, un aumento de tamaño de los tumores, y que el láser desvitaliza y destruye con seguridad los tejidos malignos. En 1963 se descubrió dos substancias naturales relacionadas con la malignidad de los tumores: la promina (inductora de células cancerosas) y la «retina» (capaz de detenerlas e incluso anularlas); esto es, la proliferación de la primera o el fracaso de la segunda produciría el cáncer.
En 2012 continua como uno de los principales recursos de la terapia del cáncer la irradiación de los tejidos enfermos con rayos X, con toxicidad probada, como dañar el sistema inmunitario, la médula ósea y el recubrimiento interno del intestino. Esto es, se eliminan las células cancerosas a costa de acabar también con el paciente. El segundo tratamiento en importancia es la quimioterapia citotóxica, compuesta de una legión de agentes quimioterápicos, combinados o aislados, por síntesis química o son toxinas naturales (alcaloides de plantas, toxinas de hongos), casi todos ellos con patente y la mala costumbre de no diferenciar en su acción una célula sana de otra afectada.
La medicina oficial parece ir dirigida a eliminar la mayor cantidad de masa tumoral para facilitar la labor posterior del cirujano, pero una minoría afirma que no hay más tratamiento que cortar el ciclo celular vital del cáncer o un fortalecimiento inmunológico suficiente como para poder reconocer como enfermas a las células tumorales y destruirlas. El uso de anticuerpos monoclonales, que buscan y destruyen las células cancerosas por su avidez con una o varias substancias producidas por algunos tumores, como la ferritina, es atractiva para las farmacéuticas (técnicas de ingeniería genética con patente), pero un citotóxico natural, barato y sin patente, puede acabar con un negocio multimillonario. Así de sencillo.
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Los juicios críticos sobre el cáncer persiguen no tanto al colectivo médico cuanto a los organismos o colectivos a los que sirven.
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Los investigadores médicos se dividen en dos grupos: el que llega a dudar de que el sistema inmunitario juegue un papel decisivo contra el cáncer, con la consecuencia fatal de una agresión exterior tóxica (preferidos de las farmacéuticas), y el que sostiene todo lo contrario, es decir, reactivar el sistema inmunológico o la destrucción selectiva con agentes citotóxicos, que buscan las células cancerosas y las destruyen.
Dudas razonables. Lo cierto es un fracaso continuado de citotóxicos naturales (sin patente), algunos con espectaculares éxitos iniciales, y un gasto astronómico en citotóxicos artificiales (con patente) sin el más ínfimo resultado práctico. Un ejemplo reciente: los prometedores ensayos con «dicloroacetato» en la universidad de Alberta (Canadá), que no requiere patente, se diluyeron por falta de financiación y «atención mediática».
Como no se pudieron perfeccionar estas prometedoras acciones, algunas en circunstancias poco claras, se extiende la idea de que si surge —o existe— algún descubrimiento decisivo sin patente no se aplicará por acción de las farmacéuticas. Esta idea no es hija del sensacionalismo, como prueba la opinión en respecto del premio Nobel Richard J. Roberts.
Mientras no se conozca mejor la naturaleza y forma del fracaso de estos esfuerzos ajenos a las grandes farmacéuticas, se llegará a un límite de desconfianza popular que no será posible reducir. Y no falta mucho para llegar a este límite.