BILL JAMES
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No se puede tomar posición serena frente al fenómeno dramático-social
de los opiáceos. El consumo desorbitado de estos medicamentos, llamados
«psicofármacos», constituye un tipo de drogadicción legal y es el resultado de
una publicidad engañosa porque estas substancias, naturales o químicas, crean
la necesidad de seguir ingiriéndolas y, sin vigilancia médica, aparecen la
adicción, los desórdenes nerviosos y, fácilmente, la muerte.
El origen cuasi-satánico de este problema se
manifiesta claramente en las numerosas denuncias aparecidas sobre unas técnicas
de actuación empresarial encauzadas hacia la obtención de un máximo beneficio
con desprecio a la vida humana, pues, al lado de trabajos realmente
científicos, existe una motivación económica de tipo rechazable. La señal de
alarma está ya dada en el decenio de 2000, pero solo en 2014 estas denuncias
han sido recogidas por los ayuntamientos, unos 60 en enero de 2018, entre ellos
el de Nueva York, con casi 42 300 muertos en 2016.
En 2017, el presidente Trump decidió intervenir de
alguna manera y declaró una «emergencia de salud pública». Esta medida resulta
lógica —y particularmente cómoda para el Gobierno ante eventuales críticas—,
pero inútil en un país con una protección médica típica tercermundista, en las
antípodas de la de España, por citar una de las tres mejores del mundo y
verdaderamente universal. Considerando que la apariencia externa de esta «emergencia»
no es más que una fachada (una apariencia de la verdadera falta de resultados
concretos), no tiene nada de extraño que en 2018 el uso incontrolado de
opiáceos se sigue extendido por ciertos sectores sociales norteamericanos, por
supuesto los más desfavorecidos o caídos en desgracia.
La solución del problema viene condicionada únicamente a la financiación
colectiva de hospitales y asesoramiento médico de toda índole, esto es, la creación
de una sanidad pública universal. Pero aquí viene la contradicción más
dramática y pesimista: la oposición de gobiernos (sobre todo republicanos), farmacéuticas
y hospitales a la decisión de pasar al sector público la protección médica,
siquiera para alcanzar metas tan moderadas, diríase pírricas, como la del
llamado Obamacare.
El problema. El único motor de las farmacéuticas es la persecución implacable del beneficio, cualesquiera que sean las formas que adopte, algunas de aspectos francamente sombríos (véase Control de masas: la manipulación del cerebro). Es indudable que en Estados Unidos la tiranía del Capitalismo es totalmente irracional, por cualquier lado que se la considere, y proceso origen indiscutible de esta «epidemia de opiomanía», tan lucrativa para una minoría como destructiva para los estratos más débiles de la población.