27 de enero de 2018

Escándalo farmacéutico en Estados Unidos

BILL JAMES
La difusión de medicamentos compuestos de opio entre los ciudadanos estadounidenses sin un control científico ha provocado un escándalo serio. Los opiáceos producen toxicomanía y desde 1999 se conocen más de 200 000 casos de muerte en Estados Unidos debidos directamente a estas substancias, sin incluir los individuos que por ingerir dosis excesivas han caído en depresiones que les han llevado al suicidio.

No se puede tomar posición serena frente al fenómeno dramático-social de los opiáceos. El consumo desorbitado de estos medicamentos, llamados «psicofármacos», constituye un tipo de drogadicción legal y es el resultado de una publicidad engañosa porque estas substancias, naturales o químicas, crean la necesidad de seguir ingiriéndolas y, sin vigilancia médica, aparecen la adicción, los desórdenes nerviosos y, fácilmente, la muerte.

El origen cuasi-satánico de este problema se manifiesta claramente en las numerosas denuncias aparecidas sobre unas técnicas de actuación empresarial encauzadas hacia la obtención de un máximo beneficio con desprecio a la vida humana, pues, al lado de trabajos realmente científicos, existe una motivación económica de tipo rechazable. La señal de alarma está ya dada en el decenio de 2000, pero solo en 2014 estas denuncias han sido recogidas por los ayuntamientos, unos 60 en enero de 2018, entre ellos el de Nueva York, con casi 42 300 muertos en 2016.

En 2017, el presidente Trump decidió intervenir de alguna manera y declaró una «emergencia de salud pública». Esta medida resulta lógica —y particularmente cómoda para el Gobierno ante eventuales críticas—, pero inútil en un país con una protección médica típica tercermundista, en las antípodas de la de España, por citar una de las tres mejores del mundo y verdaderamente universal. Considerando que la apariencia externa de esta «emergencia» no es más que una fachada (una apariencia de la verdadera falta de resultados concretos), no tiene nada de extraño que en 2018 el uso incontrolado de opiáceos se sigue extendido por ciertos sectores sociales norteamericanos, por supuesto los más desfavorecidos o caídos en desgracia.


El opio se usa en medicina como anlgésico, sedante y antiespasmódico. Por su toxicidad, su comercio y su empleo en medicina están sometidos a restricción en la Unión Europea, no así en Estados Unidos, país en que las contradicciones de la sociedad consumista han llegado a su punto más alto —y aberrante—.
La solución del problema viene condicionada únicamente a la financiación colectiva de hospitales y asesoramiento médico de toda índole, esto es, la creación de una sanidad pública universal. Pero aquí viene la contradicción más dramática y pesimista: la oposición de gobiernos (sobre todo republicanos), farmacéuticas y hospitales a la decisión de pasar al sector público la protección médica, siquiera para alcanzar metas tan moderadas, diríase pírricas, como la del llamado Obamacare.

El problema. El único motor de las farmacéuticas es la persecución implacable del beneficio, cualesquiera que sean las formas que adopte, algunas de aspectos francamente sombríos (véase Control de masas: la manipulación del cerebro). Es indudable que en Estados Unidos la tiranía del Capitalismo es totalmente irracional, por cualquier lado que se la considere, y proceso origen indiscutible de esta «epidemia de opiomanía», tan lucrativa para una minoría como destructiva para los estratos más débiles de la población.