Renitor
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Cuando
el delito afecta a la soberanía del Estado recibe la denominación de «alta
traición» y tal podría ser el caso de Trump, sospechoso de convivencia con Rusia
en las elecciones presidenciales de 2016. Esta convivencia, supuesto de quedar
probada, debe ser, naturalmente, sancionada, pues es un delito contra la
seguridad exterior e interior del Estado.
Elegido
presidente en 2016, el primer año de su etapa presidencial está marcado por la
progresiva paralización de la Casa Blanca debido al supuesto escándalo Rusiagate de espionaje. En efecto, su mandato gira, con una aceleración
progresiva, en torno a su complicidad o inocencia en este escándalo. Se
acumulan los datos adversos; las contradicciones y mentiras evidentes en sus
sucesivas declaraciones y acusaciones, la inteligencia de sus colaboradores más
íntimos con Moscú y las conclusiones del FBI a propósito de que el espionaje
electrónico ruso facilitó la victoria electoral de Trump, con el común
denominador de favorecer a éste y perjudicar a Hillary Clinton. Algunos ya
hacen apuestas sobre el comienzo del procedimiento de impeachment para su
destitución por el Congreso. Pese a la caída continuada de su crédito personal
y político, la sospecha de traición en unos porcentajes que no dejan de crecer
y la imagen de «pandilleros» que la presidencia de Estados Unidos está
ofreciendo al mundo, Trump se niega a abandonar el cargo y anuncia nuevos
procedimientos más enérgicos, subrayando el corto proceso de pérdida de
prestigio del ejecutivo.
Huida hacia adelante. Trump
aceptó finalmente que algunos de sus colaboradores (Jared Kushner, Jeff
Sessions, Carter Page, Paul Manafort, Michael Cohen, Roger Stone) se habían
reunido con personalidades en las proximidades del presidente Putin durante la
campaña, pero que todo había sido realizado sin su conocimiento previo o
respondían a inocentes encuentros informales. Se desprendió de algunos de ellos
(el general Michael Flynn) y continuó proclamando su inocencia. Pero para
desviar la atención, hizo dos acusaciones graves: el 5 de marzo de 2017 declaró
que podía afirmar categóricamente que Obama ordenó espiar sus comunicaciones
durante la campaña electoral, anuncio que estuvo marcado por la falta de
pruebas; y el 2 de febrero de 2018, pese a las objeciones del nuevo director
del FBI, Christopher Wray, publicó un documento secreto que se centra en el Rusiagate como conjunto de mentiras del FBI y un ejercicio degenerado de la
Justicia, también marcado por la falta de pruebas concluyentes, pero que pone
el país al borde de una crisis institucional de imprevisibles consecuencias.
«Impeachment».
El Congreso ha de decidir que existen suficientes pruebas contra Trump como
para ser sometido al procedimiento normal de la justicia; y el procedimiento a
seguir para levantar la inmunidad presidencial es el impeachment previsto por
la Constitución. Parece difícil que el comité judicial del Congreso, con
mayoría republicana en dosificación proporcional a la de la formación del Senado
y la Cámara de Representantes, decida recomendar al Congreso que vote el impeachment de Trump sobre las acusaciones de irregularidades electorales y
una serie de movimientos diplomáticos semisecretos, pero han ido surgiendo
republicanos que exigen explicaciones, lo cual indica ya una división seria
dentro del propio partido del presidente.
De la comedia a la tragedia.
Cuando se comprenda el alcance y dimensiones del
escándalo Rusiagate, que sólo se diferencia en matices del Watergate, pero
con el agravante de «alta traición», es seguro que Trump seguirá defendiendo su
inocencia y anunciando la decisión de no dimitir, con lo que cabe esperar un
desenlace dramático a toda una larga lista de supuestos escándalos e
irregularidades que han hecho descender el prestigio de la presidencia de la
nación a sus límites más bajos desde la administración Nixon (1969-74).